La rebelión de los cortadores de café
El otro día escuché en una radio un anuncio que llamó mi atención, en el cual se ofrecía trabajo para cortadores de café en una finca de Santa Tecla y como gancho prometían buena paga por la arroba cortada, dormitorios con camarotes, agua para bañarse, luz, buena alimentación y hasta indicaba las paradas de buses que los podía transportar.
Esto por supuesto, se da ante la alarmante falta de trabajadores que corten el otrora llamado grano de oro.
Inmediatamente que escuchaba este insólito anuncio, los censores de mi memoria histórica se activaron y comencé a recordar como eran las cortas de café en los años sesenta y setenta, cuando en los meses de noviembre y diciembre los cortadores pasaban por Ilobasco, procedentes de los cantones alejados Huertas, Calera, trinidad y de otros municipios aledaños como Cinquera y Jutiapa.
El itinerario de estos campesinos en su viaje a las fincas cafetaleras del país estaba trazado de manera bien definida, en primer lugar llegaban en grandes grupos a dormir a los amplios portales que abundaban alrededor del centro de Ilobasco, dormían en el puro suelo, apretujados entre si para darse calor y vencer el intenso frío.
En las primeras horas de la madrugada las y los cortadores estaban listos para abordar los buses que les llevaría al primer destino que era la terminal de oriente de San Salvador, este trayecto lo hacían apretados como sardinas entre bultos de ropa vieja, tecomates, cumas y sucios canastos.
Para muchos campesinos era la primera vez que salían de sus lugares de origen y todo les parecía extraño, la carretera, los lugares que pasaban como el Punto de Cojutepeque, donde los buses hacían una parada obligada y eran literalmente asaltados por grupos de vendedoras que ofrecían las famosas pupusas de chicharrón y de queso, heladas charamuscas, trenza de chorizos y naranjas peladas.
Cuando el bus llegaba a la capital, era impresionante observar como en la terminal de buses de Oriente se agrupaban varios campesinos, alrededor de un guía, un veterano de las cortas, a quien seguían y obedecían como ovejas a su pastor, enlazados de las manos, para atravesar las peligrosas calles infestadas del endemoniado trafico, al grito de “ ahora, corran”, salían disparados hechos puño con un evidente temor, cuando por fin llegaban al otro lado de la calle, los niños, mujeres y hombres nerviosamente respiraban profundo, apretando sus valiosas pertenencias, luego tomaban el bus urbano que los llevaría a la terminal de Occidente donde se repetía la operación.
En este terribles paso por la capital, año con año muchos cortadores tiñeron de rojo el negro asfalto de la carretera, algunas veces por la imperiosa necesidad de recuperar alguna de sus valiosas prendas, como el sombrero, la cuma o el canasto que se les cayó cuando iban a mitad de la calle y desobedeciendo los consejos del guía, se regresaban a recogerlos y entonces eran brutalmente atropellados por las bestias mecánicas, manejadas por insensibles personas, que en la mayoría de los casos ni se detenían para auxiliar a sus víctimas, a quienes les truncaban el sueño de ganarse un dinero en las cortas de café.
Cuando por fin los campesinos llegaban a su destino, la finca de café donde iban a trabajar, con alegría comenzaban la otra gran aventura, acomodarse en unos grandes galerones donde dormirían hacinados abatidos por un intenso frío que calaba hasta los huesos, la alimentación que recibían era miserable, una gran torilla que le llamaban “chenga” con un puñado de frijoles rancios, mal cocidos y sucios, llenos de gorgojos y piedras, ya que ni tan siquiera los limpiaban, los cuales adornaban con un puñado de sal.
A pesar de todas las inclemencias, los cortadores realizaban su trabajo diario con dedicación y mucho esmero, tratando de recolectar la mayor cantidad de café posible, pensando en tratar de ganar una buena cantidad de dinero.
Al final de la tarde, los cortadores trasladaban el café cortado a una plaza donde los caporales se lo recibían pesándoselos de manera fraudulenta para que el cafetalero obtuviera mayores ganancias.
El momento feliz para los cortadores llegaba el sábado, cuando finalizaba la semana laboral y en el casco de la hacienda, hacían grandes colas para recibir su respectivo pago, asediados por los numerosos vendedores de chucherías y bagatelas que llegaban para tratar de engatusar a los sencillos campesinos y sacarles unos centavos.
En esa época eran tiempos de bonanzas para los oligarcas cafetaleros, quienes obtenían grandes ganancias, ya que el café salvadoreño era cotizado como uno de los mejores del mundo.
Para los grandes finqueros, el símbolo de poder lo demostraban comprando de las jugosas ganancias, lujosos carros último modelo de la marca Mercedes Benz, de color blanco, en aquel momento era lo que distinguía a la oligarquía cafetera.
Mientras tanto, los pobres cortadores, muy conforme con los pocos colones que ganaban en una corta temporada, regresaban muy alegres a pasar la Navidad y el fin de año a sus lugares de residencia, no sin antes pasar por los almacenes de los “turcos”, en Ilobasco, que más bien eran palestinos, donde compraban los estrenos y otras cosas necesarias para sus hogares, incluyendo los novedosos radios de pilas, donde oirían por las tardes las nostálgicas “rancheras que dan cólera”.
Estos aparatos los compraban en la única venta de electrodomésticos del pueblo llamada “La Philips”.
Con el paso del tiempo, aquellas típicas estampas de los cortadores, que fueron inspiración para pintores y músicos como Pancho Lara, van quedando en el recuerdo, ya que los descendientes de aquellos sufridos campesinos, en los tiempos modernos salen rumbo a Estados Unidos, siempre con el mismo fin de hacer realidad el sueño de tener una vida mejor, aunque para logralo tengan que morir en el intento y si logran llegar a su destino les espera una vida de sufrimiento ya que son acosados por el delito de ser indocumentados.
Hoy, en Ilobasco, ya no pasan los cortadores, ni tampoco existen los típicos y amplios portales del centro de la ciudad, a todos se los llevó el modernismo.
Mientras tanto, los pocos finqueros cafetaleros que todavía existen, añoran la presencia de aquellos explotados cortadores de café que un día se rebelaron y hoy ni que los llamen por el radio y les ofrezcan lo que nunca les dieron, logran recuperar aquella valiosa mano de obra salvadoreña, por lo que tienen que recurrir a los braceros de Honduras y Nicaragua.
Al final los patos le dispararon a las escopetas.
*Iván C Montecinos, es periodista colaborador de Raíces y Diario Co Latino.
http://www.diariocolatino.com/es/20071213/opiniones/50188/
El otro día escuché en una radio un anuncio que llamó mi atención, en el cual se ofrecía trabajo para cortadores de café en una finca de Santa Tecla y como gancho prometían buena paga por la arroba cortada, dormitorios con camarotes, agua para bañarse, luz, buena alimentación y hasta indicaba las paradas de buses que los podía transportar.
Esto por supuesto, se da ante la alarmante falta de trabajadores que corten el otrora llamado grano de oro.
Inmediatamente que escuchaba este insólito anuncio, los censores de mi memoria histórica se activaron y comencé a recordar como eran las cortas de café en los años sesenta y setenta, cuando en los meses de noviembre y diciembre los cortadores pasaban por Ilobasco, procedentes de los cantones alejados Huertas, Calera, trinidad y de otros municipios aledaños como Cinquera y Jutiapa.
El itinerario de estos campesinos en su viaje a las fincas cafetaleras del país estaba trazado de manera bien definida, en primer lugar llegaban en grandes grupos a dormir a los amplios portales que abundaban alrededor del centro de Ilobasco, dormían en el puro suelo, apretujados entre si para darse calor y vencer el intenso frío.
En las primeras horas de la madrugada las y los cortadores estaban listos para abordar los buses que les llevaría al primer destino que era la terminal de oriente de San Salvador, este trayecto lo hacían apretados como sardinas entre bultos de ropa vieja, tecomates, cumas y sucios canastos.
Para muchos campesinos era la primera vez que salían de sus lugares de origen y todo les parecía extraño, la carretera, los lugares que pasaban como el Punto de Cojutepeque, donde los buses hacían una parada obligada y eran literalmente asaltados por grupos de vendedoras que ofrecían las famosas pupusas de chicharrón y de queso, heladas charamuscas, trenza de chorizos y naranjas peladas.
Cuando el bus llegaba a la capital, era impresionante observar como en la terminal de buses de Oriente se agrupaban varios campesinos, alrededor de un guía, un veterano de las cortas, a quien seguían y obedecían como ovejas a su pastor, enlazados de las manos, para atravesar las peligrosas calles infestadas del endemoniado trafico, al grito de “ ahora, corran”, salían disparados hechos puño con un evidente temor, cuando por fin llegaban al otro lado de la calle, los niños, mujeres y hombres nerviosamente respiraban profundo, apretando sus valiosas pertenencias, luego tomaban el bus urbano que los llevaría a la terminal de Occidente donde se repetía la operación.
En este terribles paso por la capital, año con año muchos cortadores tiñeron de rojo el negro asfalto de la carretera, algunas veces por la imperiosa necesidad de recuperar alguna de sus valiosas prendas, como el sombrero, la cuma o el canasto que se les cayó cuando iban a mitad de la calle y desobedeciendo los consejos del guía, se regresaban a recogerlos y entonces eran brutalmente atropellados por las bestias mecánicas, manejadas por insensibles personas, que en la mayoría de los casos ni se detenían para auxiliar a sus víctimas, a quienes les truncaban el sueño de ganarse un dinero en las cortas de café.
Cuando por fin los campesinos llegaban a su destino, la finca de café donde iban a trabajar, con alegría comenzaban la otra gran aventura, acomodarse en unos grandes galerones donde dormirían hacinados abatidos por un intenso frío que calaba hasta los huesos, la alimentación que recibían era miserable, una gran torilla que le llamaban “chenga” con un puñado de frijoles rancios, mal cocidos y sucios, llenos de gorgojos y piedras, ya que ni tan siquiera los limpiaban, los cuales adornaban con un puñado de sal.
A pesar de todas las inclemencias, los cortadores realizaban su trabajo diario con dedicación y mucho esmero, tratando de recolectar la mayor cantidad de café posible, pensando en tratar de ganar una buena cantidad de dinero.
Al final de la tarde, los cortadores trasladaban el café cortado a una plaza donde los caporales se lo recibían pesándoselos de manera fraudulenta para que el cafetalero obtuviera mayores ganancias.
El momento feliz para los cortadores llegaba el sábado, cuando finalizaba la semana laboral y en el casco de la hacienda, hacían grandes colas para recibir su respectivo pago, asediados por los numerosos vendedores de chucherías y bagatelas que llegaban para tratar de engatusar a los sencillos campesinos y sacarles unos centavos.
En esa época eran tiempos de bonanzas para los oligarcas cafetaleros, quienes obtenían grandes ganancias, ya que el café salvadoreño era cotizado como uno de los mejores del mundo.
Para los grandes finqueros, el símbolo de poder lo demostraban comprando de las jugosas ganancias, lujosos carros último modelo de la marca Mercedes Benz, de color blanco, en aquel momento era lo que distinguía a la oligarquía cafetera.
Mientras tanto, los pobres cortadores, muy conforme con los pocos colones que ganaban en una corta temporada, regresaban muy alegres a pasar la Navidad y el fin de año a sus lugares de residencia, no sin antes pasar por los almacenes de los “turcos”, en Ilobasco, que más bien eran palestinos, donde compraban los estrenos y otras cosas necesarias para sus hogares, incluyendo los novedosos radios de pilas, donde oirían por las tardes las nostálgicas “rancheras que dan cólera”.
Estos aparatos los compraban en la única venta de electrodomésticos del pueblo llamada “La Philips”.
Con el paso del tiempo, aquellas típicas estampas de los cortadores, que fueron inspiración para pintores y músicos como Pancho Lara, van quedando en el recuerdo, ya que los descendientes de aquellos sufridos campesinos, en los tiempos modernos salen rumbo a Estados Unidos, siempre con el mismo fin de hacer realidad el sueño de tener una vida mejor, aunque para logralo tengan que morir en el intento y si logran llegar a su destino les espera una vida de sufrimiento ya que son acosados por el delito de ser indocumentados.
Hoy, en Ilobasco, ya no pasan los cortadores, ni tampoco existen los típicos y amplios portales del centro de la ciudad, a todos se los llevó el modernismo.
Mientras tanto, los pocos finqueros cafetaleros que todavía existen, añoran la presencia de aquellos explotados cortadores de café que un día se rebelaron y hoy ni que los llamen por el radio y les ofrezcan lo que nunca les dieron, logran recuperar aquella valiosa mano de obra salvadoreña, por lo que tienen que recurrir a los braceros de Honduras y Nicaragua.
Al final los patos le dispararon a las escopetas.
*Iván C Montecinos, es periodista colaborador de Raíces y Diario Co Latino.
http://www.diariocolatino.com/es/20071213/opiniones/50188/
No hay comentarios:
Publicar un comentario